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Los
tejedores de cabellos
La colección Bibliópolis
Fantástica parece haberse especializado en libros de tamaño medio
(concentrados en poco más de 200 páginas), buscando aunar costes con alta
calidad literaria. Al margen de clásicos y/o novelas más o menos innovadoras
en el aspecto argumental, esta apuesta por lo literario hasta la fecha era
imputable prácticamente en solitario al fondo editorial de Minotauro. Así
pues, la consolidación de un nuevo sello garante de estas máximas es una gran
noticia no sólo para el aficionado al fantástico sino para el lector en
general. Ahí tenemos los ejemplos de En
Alas de la Canción, de Thomas M. Disch,
los libros que componen la serie del brujo Geralt
de Rivia, del polaco Andrzej
Sapkowski, o el más reciente Los Gigantes de Caliza, de Keith Roberts. Con tal altas expectativas, cuando además este
libro viene avalado por crítica y ventas millonarias en Alemania, Francia o
Italia, cosechando galardones como el francés Grand Prix de l’Imaginarie 2001 o el belga Bob Morane, uno
esperaba encontrar en Los tejedores de
cabellos una novela magistral que recordar largamente. Por eso, cuando el
lector obtiene a cambio una obra bien urdida pero simplemente correcta, es
imposible ocultar cierto desencanto. Ni la calidad literaria es elevada ni el
estilo, tan elogiado por otro superventas como Valerio Evangelisti, hace honor a tan magno argumento
(quizá se perdiera o alterara durante el proceso de traducción); Eschbach no encuentra el adecuado tono lírico, o
incluso épico, que precisa la obra en su conjunto y la narración alterna
capítulos de brillante sensibilidad (“Los dedos del flautista”, el Epílogo
final), con otros impersonales y sosos, plenos de explicaciones redundantes o
exhaustivas que le asemejan en demasía al estilo Best
Seller y destruyen todo vestigio de misterio o halo
poético creado previamente (“El hombre de otra parte”, “El archivero del
Emperador”). Es en el último tercio del libro (el oscuro “Cuando veamos de
nuevo las estrellas”, el sobrecogedor “El palacio de las lágrimas”, el
terrible capítulo final) cuando la narración se eleva por encima de sus
partes y muestra toda su grandeza. Y valores no le faltan. Estructurada en forma de
capítulos breves y autoconclusivos, en los que cada
personaje secundario presenta su visión del mosaico global, el testigo va
pasando de uno a otro personaje y así hasta el descubrimiento del terrible
final, conformando una suerte de tapiz vital: el tejedor de alfombras de
cabellos en su reducido hábitat, el mercader que las adquiere y trasporta en
caravanas por el desierto, los navegantes imperiales que las trasladan, el
cobrador de impuestos, los exploradores, el Emperador, los rebeldes… Una
visión que agranda el objetivo desde un anodino tejedor en una ciudad de un
planeta perdido hasta el centro de poder regentado por el Emperador de las
galaxias. Argumentalmente, estamos ante una gran historia:
en un mundo tecnológicamente atrasado, los tejedores de alfombras de cabellos
constituyen el gremio central de la economía planetaria; cada una de estas
obras de arte son exportadas al palacio del Emperador, por el cual se
mantiene un culto de tipo político-religioso. Cada tejedor precisa toda su
vida para urdir una delicada alfombra, cuyo importe de su venta legará a su
único hijo varón para la perpetuación de la tradición, auxiliado por una
familia formada por mujer, concubinas e hijas con cuya variedad capilar
enriquecerá su trabajo. Una vida de sacrificio entregada con humildad para
mayor grandeza del Emperador. Pero llegan rumores de que el Emperador eterno
ha sido derrocado, entonces ¿adonde viajan las alfombras y con qué propósito?
Los personajes son tratados de forma notoriamente
dual: los sometidos al yugo del Emperador son mostrados de forma intimista,
con abundancia de detalles de entorno (a resaltar la tortura interior por la
puesta en evidencia de su sistema de creencias y/o desaparición de su fe);
son los tejedores, el viejo profesor, el músico de flauta, pero también el
antiguo archivero imperial. Por el contrario, los rebeldes e incluso el mismo
Emperador, los poseedores de la Verdad, no dejan de ser meros clichés al uso
(véase “El Emperador y el rebelde”, capítulo capital y uno de los argumentos
más manidos de género). Quizá fuera intención del propio Eschbach
destacar la humanidad del oprimido en sus contradicciones frente a la
superficialidad y pretenciosidad del libertador,
sin obviar nunca la denuncia al opresor y los mecanismos de los que se sirve:
el poder político, la religión, el control del pensamiento. En cada una de las historias iniciales existen
pequeños despertares a la libertad
y el conocimiento, acallados siempre por la voz de la religión oficial de
estado, el peso de la tradición, el martillo de la ignorancia. Pero si unos
caen, otros les seguirán, aunque quien se acerque a la Verdad caerá en
desgracia, porque ésta siempre acarrea dolor (ya lo dijo el sabio: sólo la
ignorancia produce felicidad). Una visión agridulce, que se refuerza en el
descubrimiento de la terrible broma final que multiplica el dolor hasta
extremos incognoscibles. A este respecto, el objeto alfombra adquiere
cualidad o símbolo del empeño o irracionalidad humana por cosas que, con
frecuencia, se revelan como absolutamente inútiles, muchas veces sin ni
siquiera ser conscientes de ello. A veces es necesario levantar la cabeza y
mirar más allá de las preocupaciones del día a día, para dar el rumbo
correcto a nuestra vida. Una buena space opera
(naves espaciales, imperios galácticos, guerras, un enigma a resolver) y una
fábula sobre donde reside la esencia del auténtico poder que si hubiera
estado mejor escrita habría adquirido categoría de todo un clásico. Valoración:
7,5 |
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