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Veniss
soterrada Es digno de elogio la política editorial de La Factoría de Ideas en su apuesta por
nuevos valores de la ciencia ficción anglosajona (que hoy día, y gracias a
sellos como Bibliópolis Fantástica, estamos comprobando que ya no es
decir tanto como ciencia ficción mundial). Así, nombres como China
Miéville, Paul McAuley, Charles Stross, Alastair
Reynolds, Jack McDevitt, Robert C. Wilson, Nalo
Hopkinson… pueblan nuestras estanterías de ideas revolucionarias y
sorprendentes. Y a ellos se han unido recientemente una tríada de nuevos
escritores: Richard Paul Russo, Neal Asher y Jeff Vandermeer,
autor de quien nos ocuparemos a continuación. Lo que ya no resulta tan elogioso es el particular
estilo de homogeneización de volúmenes llevado a cabo por la editorial, aumentando el tipo de letra de
obras
breves como ésta hasta extremos increíbles, utilizando papel con doble grosor
de lo habitual o estableciendo márgenes de una cuarta parte del espacio
disponible. El material extra (entrevista y enlaces Internet) son de
agradecer, pero estarían mejor como promoción dentro de la
revista hermana:
Solaris; por otra
parte, la bibliografía final contiene errores ¿premio Philip K. Dick de
antología? Y tampoco es explicable la eliminación del nombre del traductor en
los últimos libros publicados. Pero volvamos a la novela, que es lo importante.
Se trata de una historia sencilla estructurada en tres partes, una para cada
protagonista: Nicholas, un fracasado artista de Arte Vivo (que se puede tocar, en contraposición
al Arte Muerto o generado por ordenador), acude a su amigo Shadrach para que
le ayude a buscar a Quin, el más grande de los artistas genéticos; su hermana
gemela Nicola, con quien mantiene un fuerte vínculo emocional, le buscará al
creerle en peligro; y Shadrach, enamorado de ésta, acudirá a su vez al
rescate. Como ven, todo ello conforma el típico círculo vicioso: Nicholas
busca a Quin, Nicola a su hermano, Shadrach a su ex-amante; y Quin, por
supuesto, manejando los hilos en la sombra. El atractivo de la obra reside, además de unas
breves pinceladas sobre el colapso del anterior régimen político y la
desmembración de la ciudad-estado en gobiernos autónomos, en el dibujo de la
ciudad soterrada de Veniss, de la que Shadrach es oriundo: un dédalo de
tenebrosos túneles, arracimados en estratos a imagen y semejanza de los
círculos concéntricos del infierno dantesco, donde mayor profundidad
corresponde a mayor degeneración genética. En los primeros compases, el autor
se queda en eso, en dibujo terrible, cruel y gore de la depravación humana, sin avanzar más allá de la
enumeración del catálogo de horrores; no obstante, en el último tercio de la
novela se despliega toda una galería de seres grotescos, surrealistas y
sumamente atractivos, que le acercan en influencias no sólo a la evidente La Divina Comedia o el mito de Orfeo y
Eurídice citadas en contraportada, sino a El
Mago de Oz y la New Weird
(detalle reconocido por el propio autor en la entrevista). Vandermeer utiliza un lenguaje provocador, insultante incluso en boca de Nicholas
(más como pose posmodernista que como recurso propio de un personaje
marginal); los personajes son meros estereotipos al servicio de la acción; la
civilización de suricatos y ganeshas (animales elevados a la inteligencia)
aparece esbozada, desaprovechada; las imágenes son producto del más trillado cyberpunk, aunque deje caer de vez en
cuando poderosas visiones macabras al estilo Clive Barrer (el banco de
órganos, el horror de verse a sí mismo rechazado dentro de la mente de la
persona amada); su narrativa es vulgar (repite la palabra “solo” hasta la
extenuación; haga la prueba: elija una página al azar y cuente el número de
apariciones, hallará al menos dos ó tres)… Y, sin embargo, cuando Shadrach en su particular
horno inicia su periplo de venganza, la novela mejora ostensiblemente, como si
todo lo anterior no fuera más que una mera introducción a lo que iba a venir:
la voz cambia de segunda a tercera persona, el ritmo mejora, la narración se
eleva y por fin aparece el tan alabado New
Weird: Nueva Crobuzón empieza en la antigua estación de metro donde un
espeluznante ferrocarril steampunk
parte rumbo a los dominios del poderoso Quin; los seres grotescos dan paso a
personajes alterados dotados de un atractivo particular y llamados a
sustituir al hombre al menos en esos pagos (genial el Gollux en su
estoicismo); las maravillas se suceden sin fin, mostrando el
mundo-laboratorio del Quin demiurgo en toda su grandeza; la originalidad hace
acto de presencia, como cuando Shadrach se acompaña de una cabeza de suricato
pegada a un plato, al que llama Juan Bautista y con el que mantiene irónicas
y surrealistas conversaciones, o en bromas crueles como convertir a Nicholas
en reflejo de su propio pasado (como rehecho), etc. Pero, una vez más, el final vuelve a decepcionar
por trillado y anticlimático, así que el balance se queda en una aceptable
novela corta (háganme caso y obvien las dos primeras partes, absolutamente
prescindibles). No da para más. Valoración:
5,5 |
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