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Libros publicados en 2007

La carretera

Dos personajes anónimos, una ruta sin fin y un paraje desolado presidido por la naturaleza muerta. Eso es todo. No es necesario añadir nada más para plantear una demoledora fábula sobre el futuro del ser humano y las consecuencias de sus errores. Así es la escritura de Cormac McCarthy: descarnada, austera, libre de todo elemento superfluo y, por encima de todo, profundamente clarividente

La carretera

Imaginen la escena: un padre y un hijo recorren una carretera infinita en lo que una vez fue Norteamérica tras un indeterminado holocausto nuclear. Arrastrando día a día sus escasas pertenencias y menguantes latas de comida en un carrito de supermercado. La crudeza del invierno, el hollín de las ciudades arrasadas y la soledad y el silencio compartidos como únicos compañeros de viaje. Sorteando los peligros del camino, las ruinas de la civilización, la atracción por el alivio de la muerte, en un obstinado deambular hacia el sur que les permita abrigar en la proximidad del mar alguna esperanza de supervivencia.

 

Dos personajes anónimos, una ruta sin fin y un paraje desolado presidido por la naturaleza muerta. Eso es todo. No es necesario añadir nada más para plantear una demoledora fábula sobre el futuro del ser humano y las consecuencias de sus errores. Así es la escritura de Cormac McCarthy: descarnada, austera, libre de todo elemento superfluo y, por encima de todo, profundamente clarividente. Ante la extraordinaria contundencia de sus párrafos breves, el trágico alcance de sus sencillas frases –con frecuencia sin verbo, para reforzar la intensidad dramática-, la profundidad del lenguaje reducido al máximo y la uniformidad de una narración apenas rota por diálogos carentes incluso de guión, no cabe la indiferencia. Una parábola simbólica y minimalista en la que es posible rastrear ecos de Faulkner, Melville, Beckett… y que sirvió al autor de «Meridiano de sangre» y «No es país para viejos» para alzarse con el prestigioso premio Pulitzer.

 

En ella, los días en el mundo se tornan cada vez más fríos y grises, el viento barre constantemente la ceniza sobre la carretera y las expectativas de encontrar comida en una región esquilmada hasta la extenuación se reducen a cada jornada. Ambos personajes, perdedores, carroñeros al límite de la inanición, encaminan sus pasos hacia la búsqueda de un postrer golpe de suerte que les permita sobrevivir por unos días más, mientras, en su lento avance, han de superar los pequeños accidentes que encuentran a su paso: casas abandonadas, ciudades desiertas, puentes derruidos, bosques arrasados… y un temor constante hacia otros posibles supervivientes. Pero este padre, alter ego de nuestra generación, enfermo y consciente de su inminente final, no ceja y lucha con sus últimas fuerzas por entregar el testigo de su hijo a un nuevo amanecer.

 

La carretera, con su monotonía y sobresaltos, se convierte en metáfora de la vida. A lo largo de duras jornadas de marcha, el hombre rememora retazos del mundo antiguo, más para reafirmarse en su consistencia real y así albergar secretas esperanzas en un restablecimiento futuro de la civilización que para trasladar un conocimiento caduco a su macilento hijo. Relatos que adquieren en el chico -acaso el último niño nacido tras el desastre- consistencia de mito, de una realidad controvertida puesto que no ha conocido en toda su existencia más que la cruda desolación del presente. Sin embargo, la odisea personal de estos dos seres desahuciados les conduce a desprenderse paulatinamente de todo aquello que, de alguna manera, les unía a una forma de vida extinta. De igual forma, abandonan definitivamente la ilusión de hallar otros supervivientes al margen de esporádicos muertos vivientes calcinados por la radiación o peligrosas bandas de antropófagos.

 

El misterio acerca del holocausto nunca se aclara. ¿Para qué? El pasado de los personajes igualmente se nos hurta; sólo importa el presente, el ayer es mentira y no existe futuro. En este sentido, enfrentar la visión de dos supervivientes –un testigo presencial y alguien que nunca conocerá la magnitud de la pérdida- para mostrar el ocaso de la humanidad constituye un magnífico acierto de la novela, lejos de las intenciones de la mayoría de obras catastrofistas, más centradas en examinar causas y consecuencias.

 

Pero, pese a su fragilidad, el muchacho guarda en su interior la llama de la redención del hombre mediante la bondad y la generosidad, y mantiene incólume además su capacidad para el horror ante las atrocidades padecidas en el camino. Por ello no me avergüenza confesar que mantenía el secreto anhelo de que el muchacho, o quizás el hombre, de alguna remota manera, pudieran reavivar la llama de la esperanza más allá de la mera supervivencia temporal como individuo. Por eso el final, engañosamente alentador, es, si cabe, aún más demoledor. Los lances del camino (algunas latas, ropa de abrigo, un aislado bunker, una ajada embarcación) aplastadas por la fría lógica de los hechos, nuestros errores conduciendo a un atronador silencio y, después, la nada. Como en aquel gran clásico de la literatura catastrofista que es «En la playa», de Kris Neville.

 

Imposible sustraerse a la radical magia de este libro, a su constante tono angustioso, a su monotonía hipnótica. La portada hace justicia a su sobriedad: letras color sangre sobre fondo negro hollín. Queda avisado el lector sobre lo que le espera: una obra excepcional.

 

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