Este es un libro de extensión descomunal; sin embargo, no sobra ninguna línea secundaria. Hamilton se muestra particularmente diestro en el manejo del suspense, documenta con corrección el argumento científico según el actual estado del arte y, en definitiva, explota con convicción todos los recursos narrativos a su alcance demostrando conocer a la perfección el difícil oficio de escritor. Su estilo le permite desarrollar espectaculares e inteligentes tramas escritas con una más que aceptable calidad literaria.
La estrella de Pandora
Año 2380. El astrónomo Dudley Bose observa cómo se desvanece repentinamente una estrella situada a más de mil años luz de distancia, un acontecimiento cósmico prodigioso que pone de relieve la construcción de una esfera Dyson capaz de aislar al astro en su interior, ejecutado por una civilización de origen e intenciones desconocidas. En una época en la desplazarse a través de los diferentes planetas terraformados es práctica habitual gracias al empleo de la tecnología de agujeros de gusano, la enorme distancia a cubrir hasta la estrella velada obliga a la Federación Intersolar a construir la primera nave estelar más rápida que la luz para así poder investigar el fenómeno. Hasta la fecha, la raza humana en su expansión por el espacio ha encontrado diversas razas alienígenas inteligentes, extrañas pero pacíficas, pero este viaje supone todo un desafío a la tradicional política de precaución en el “primer contacto” y, acaso, ofrecer un camino expedito hasta la Tierra para un potencial enemigo.
Comandada por el capitán Wilson Kime, antiguo piloto de la NASA que participó en la primera misión tripulada a Marte, la Segunda Oportunidad habrá de partir en un histórico viaje de exploración llevando en su seno a los mejores especialistas en su área. Sin embargo, no todo permanece tranquilo en los mundos que forman parte de la Federación: Adam Elvin, un antiguo socialista revolucionario reconvertido en anarquista, se alía con los Guardianes del Ser de Bradley Johansson, un grupúsculo paramilitar que combate al Aviador Estelar -un alienígena al que acusan de manipular a la humanidad- y eligen a la aeronave como objetivo preferente de sus ataques terroristas. La investigadora jefe Paula Myo seguirá de cerca sus pasos, en un intento por arrestar a quien desde hace años tiene la certeza que es ayudado por la oligarquía que rige la Federación, es decir, las Grandes Familias y las dinastías intersolares.
Otros actores principales de esta voluminosa novela coral son: Nigel Sheldon, coinventor junto a Ozzie Fernández Isaacs de la tecnología de agujeros de gusano, un personaje con un enorme peso específico dentro de los tejemanejes de la política y la economía interestelar; es el auténtico impulsor del sueño expansionista de la humanidad por las estrellas. El citado Ozzie, un genio con fama de “enfant terrible”; vive una existencia regalada en un asteroide remoto desde el que se desplaza por la galaxia a su antojo empleando un agujero de gusano de uso personal. Un joven Guardián del Ser llamado Kazimir McFoster, que se enamora locamente de una rica heredera de una de las grandes familias. Una gigantesca nave sintiente de origen extraterrestre conocida como el Ángel Supremo, en cuyo interior alberga arcologías adaptadas a diversos hábitats. Una Inteligencia Sensible autoconsciente, independiente de todo control humano, que guarda una especial relación con cierta aspirante a periodista. Y un largísimo etcétera, entre los que se encuentran unos enigmáticos y místicos extraterrestres de aspecto élfico llamados silfen, que parecen haber recorrido la galaxia entera mucho antes de que la humanidad iniciara sus primeros pasos.
Todos estos protagonistas, y muchos otros secundarios pertenecientes a las altas esferas de la política y la economía, a la investigación o a la clase trabajadora, entrecruzan sus cursos vitales para conformar una trama excepcionalmente realista, compleja (que no complicada) y ambiciosa. Tal vez el detalle más llamativo de este futuro descrito con todo lujo de detalles por el imaginativo Peter F. Hamilton es el singular empleo de la citada tecnología de agujeros de gusano: gigantescas locomotoras diesel que arrastran cientos de vagones de carga y pasajeros a través de las estaciones-mundo, como si de un vulgar metropolitano se tratase; un elemento tan sutil, tan cotidiano, tan fascinante para construir sentido de la maravilla. ¿Quién precisa, entonces, recurrir a la obsoleta navegación aeroespacial?
En efecto, la tecnología en manos de Hamilton resulta extraordinariamente verosímil y perfectamente integrada en la sociedad surgida a partir de las dos fases de colonización humana y que se extiende en un radio de 250 años luz del planeta Tierra. Así, por ejemplo, la investigación en biogenética ofrece a quienes puedan pagarlo –que es una gran mayoría de la población- un tratamiento de rejuvenecimiento que es mucho más que una simple técnica para rejuvenecer físicamente el cuerpo: la mejora genética permite a la mente adaptarse mejor a los cambios provocados por la elevada longevidad, resurgen las ganas de vivir y el sujeto puede, incluso, elegir entre mantener íntegros los recuerdos de su vida anterior, almacenarlos en un sistema externo integrado u olvidar aquellos que no le sean gratos o de utilidad; de facto, la inmortalidad a medida. El resultado es una sociedad más dinámica y vitalista, cuyos individuos dirigen sus esperanzas hacia la obtención de los créditos suficientes para el próximo rejuvenecimiento o, en el caso de las clases dirigentes, la práctica del ocio, el deporte de alto riesgo, los proyectos a un increíble largo plazo. Es curioso cómo el miedo a la muerte (que ya no es definitiva, gracias al volcado de memoria y la clonación) es sustituido por el de la pérdida (temporal) del cuerpo, una discontinuidad de la conciencia que algunos comparan con el periodo natural del sueño; o como en las grandes familias se instaura un férreo proteccionismo para con los miembros de su mismo linaje genético.
Los mayordomos electrónicos o asistentes personales para tareas rutinarias -similares a inteligencias artificiales de uso personal- ponen a disposición del usuario en tiempo real todo el conocimiento humano albergado en la ciberesfera; el uso de todo tipo de implantes cibernéticos, procesadores auxiliares de memoria y tatuajes interactivos se torna práctica habitual entre la población; prácticamente en cualquier parte de la Federación podemos encontrar los habituales dispensadores de materia; existen tanques-útero utilizados en clonación, gafas que permiten visualizar los principales canales de noticias, armas de un increíble poder, y un interminable etcétera. Una presencia constante de la tecnología que, sin embargo, es empleada con suma naturalidad, reflejo de un futuro que, en lo básico, apenas ha cambiado respecto a nuestra actual forma de pensar.
Este es un libro de extensión descomunal (casi 800 páginas de letra apretada y sin apenas margen), medio millón de palabras que equivalen a cuatro novelas al uso, tan vasto que precisa de un dramatis personae para recordarle al lector quienes son los personajes. Sin embargo, si descontamos un aburrido preámbulo y alguna trama menor, como el errático e interminable periplo onírico-existencialista de Ozzy por los mundos silfen, no sobra ninguna línea secundaria. En el libro se dan cita gran cantidad de personajes y multitud de subtramas, puntos de vista, acción, intrigas políticas, convulsiones sociales, tensiones económicas, un escenario tan prolijo y verosímil como la realidad misma. Además, Hamilton se muestra particularmente diestro en el manejo del suspense, documenta con corrección el argumento científico según el actual estado del arte y, en definitiva, explota con convicción todos los recursos narrativos a su alcance demostrando conocer a la perfección el difícil oficio de escritor.
No sólo es un excelente retratista de paisajes exóticos y artefactos tecnológicos, sino que su estilo es notablemente superior al de contemporáneos como Alastair Reynolds o Iain M. Banks, lo que le permite desarrollar espectaculares e inteligentes tramas escritas con una más que aceptable calidad literaria. Posee igualmente una capacidad extraordinaria para entretener, sabe crear atmósferas, dosificar la tensión y reflejar sentimientos sin caer en el melodrama, utilizando un lenguaje sencillo pero no carente de belleza formal. Y, por si esto fuera poco, no escatima la presentación de grandes acontecimientos en primer plano (una de las características que el lector genérico más apreciará), sin recurrir a la socorrida elipsis narrativa propia de escritores menos dotados, aunque aún sea mucho más lo que deje a la imaginación del lector. Porque el secreto de su éxito se basa en un recurso tan sencillo como difícil de dominar: atrapar al lector en una sorpresa continua, un catálogo continuado de maravillas que haga que desee siempre más y más. El resultado raya la adicción.
Con semejante currículum no es de extrañar que el exitoso autor de «La caída del dragón» (La Factoría de Ideas, 2005) se haya convertido en uno de los principales adalides de la Space Opera surgida al amparo de la Nueva Ola de la ciencia ficción británica, precisamente el campo de cultivo en el que se ha especializado la colección Solaris Ficción de La Factoría de Ideas.
La novela ofrece, además, un vibrante desenlace acorde a las expectativas, con el derroche de adrenalina que corresponde a uno de los enfrentamientos bélicos más épicos y emocionantes de la moderna ciencia ficción. Un final abierto que hace desear que se publique inmediatamente su continuación, «Judas desencadenado», prometido para mediados de 2009.