Un delicioso folletín ambientado en el Madrid de comienzos del siglo pasado. Una narración sencilla y lineal en la que sobresale la ironía y desparpajo a la hora de afrontar situaciones pintorescas que refuerzan su comicidad. Los personajes, caricaturizados por las absurdas circunstancias y golpeados por una existencia de apariencias y aspiraciones baldías, resultan entrañables en su patetismo. Con tono desenfadado y precisión de maestro artesano, Luis Manuel Ruiz encadena una escena rocambolesca tras otra para dar cumplida cuenta de la investigación
El hombre sin rostro
El sevillano Luis Manuel Ruiz es un extraordinario narrador que ha publicado hasta el momento cuatro novelas y un libro de relatos, y formado parte de numerosas antologías colectivas. En «El hombre sin rostro» incursiona en el terreno fantástico con un delicioso folletín ambientado en el Madrid de comienzos del siglo pasado, una obra chispeante que encuentra su referente más directo en el clásico «El hombre invisible» de H. G. Wells.
El protagonista de esta singular peripecia es Elías Arce, un bisoño periodista de la redacción de El Planeta al que una oportuna cesantía permite abandonar su tediosa labor como redactor de crucigramas para asumir el improvisado rol de reportero de sucesos. Arce aspira a alcanzar la gloria en la profesión y el respeto de sus colegas, y ve la oportunidad al cubrir la crónica de una sospechosa ola de muertes inexplicables: el director del Museo de Historia Natural aplastado por el esqueleto de un pterodáctilo, un alto funcionario del gobierno asesinado misteriosamente en una sala de fiestas, un ayudante científico acuchillado en la vía del tren con un sobre vacío a su lado…
Todos ellos tenían en común su participación en un programa secreto del Ministerio de Gobernación llamado Proyecto Anfitrión, cuya finalidad era encontrar un arma infalible que ofreciera al ejército español la supremacía en los campos de batalla. En el proyecto también tomó parte el eximio profesor Salomón Fo, el científico más brillante del reino, miembro de la Real Academia Española de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, dotado con un cociente intelectual cinco veces superior a la media y adicto a la ingesta masiva de piononos.
Arce, en compañía del jorobado anciano, su inteligente hija Irene y su fiel criado, se lanza de lleno a desentrañar el misterio. Pero un extraño ser, capaz de apropiarse del rostro del prójimo, sigue de cerca sus pasos.
«El hombre sin rostro» es una narración sencilla y lineal en la que sobresale la ironía y desparpajo a la hora de afrontar situaciones pintorescas que refuerzan su comicidad. Los personajes, caricaturizados por las absurdas circunstancias y golpeados por una existencia de apariencias y aspiraciones baldías, resultan entrañables en su patetismo. Seres necesitados de afecto, comprensión o una pizca de suerte en sus vidas, que a duras penas lograrán alcanzar.
Personajes como el pelirrojo Arce, quien engaña a su madre haciéndola pensar que terminó estudios de abogacía y ahora trabaja como pasante de un ilustre notario; un infeliz aspirante a reportero que a poco de su llegada a la capital descubre toda la verdad acerca de su mayor ídolo de profesión. O el estrafalario Salomón Fo, un científico enfrascado en abstrusos experimentos cruciales para el porvenir de la humanidad. Su hija Irene, de acerada inteligencia y belleza andrógina, devota de la práctica del boxeo y la conducción temeraria de coches deportivos, de quien Arce está perdidamente enamorado. Y qué decir del fiel criado Nabucodonosor Orlok, de cadavérico aspecto y doscientos años de edad, que asegura haber sido descongelado de un bloque de hielo por el profesor en una expedición a los Alpes. Sin olvidar, por supuesto, toda una galería de secundarios a cada cual más grotesco.
Con tono desenfadado y precisión de maestro artesano, Luis Manuel Ruiz encadena una escena rocambolesca tras otra para dar cumplida cuenta de la citada investigación. Su estilo elegante juega de manera brillante con el lenguaje, ofreciendo un sinfín de imágenes sorprendentes, metáforas insólitas, sentencias lapidarias, guiños cómplices, espontáneos brotes de inspiración e innumerables epítetos plúmbeos que adornan los sueños de porvenir de los personajes y que harían las delicias de un Félix J. Palma. Todo ello sirve para arrancar la sonrisa, cuando no directamente la carcajada, al ya por entonces entregado lector.
Ejemplos hay para dar y tomar, desde el portero que “abrevia sus horas de servicio acariciando las esquinas del vestíbulo con la paja de la escoba”, el sacerdote “con dos lentes que retrasaba su mirada hasta las profundidades del cráneo” o el vecino taxidermista chapucero que recreaba “involuntarios desmentidos de la teoría de la evolución”. El capítulo que describe el enamoramiento de Arce por una dependienta de una papelería es particularmente hermoso (a destacar frases tan líricas como “Supo que existen docenas de clases distintas de papel, como si una sola no bastase para aliviar la soledad de los lápices enamorados”) y bien merecía figurar como cuento independiente.
A través de los ojos del joven Elías Arce, deslumbrado por el fulgor de la gran urbe, se recrea una realidad pretérita con un verismo ciertamente destacable; sin necesidad de recurrir a grandes alardes de documentación, sino simplemente citando algunos hechos históricos relevantes y detalles del paisaje urbano, vida social, indumentaria, economía doméstica, fiestas y costumbres sociales e introspección de personajes, bien engarzados, eso sí, en la trama.
No obstante, hay ciertos aspectos que debemos aceptar por razones narrativas aunque no en virtud de su rigor histórico. En particular, aquellos relacionados con el personaje de Irene, mujer adelantada a su tiempo, que gusta practicar boxeo, fumar en exceso y ducharse desnuda sin reparo alguno ante la atenta mirada del ruborizado Arce. Amén de algunos anacronismos del tipo: “pánico similar al que acongoja… al paracaidista que duda de su mochila en el momento de saltar” (página 121), o hablar de despedidas de soltera ¡en 1909!
Dentro del apartado de homenajes, cabe citar la mencionada obra de H.G. Wells en donde la droga del camuflaje también provoca graves alteraciones en la personalidad del consumidor, quien solo al fallecer recupera su anterior aspecto puesto que “Morir es el único acto de sinceridad de todos los seres humanos”. Una narración fresca y cercana al sainete, en la que podemos apreciar ecos de «Luces de Bohemia» de don Ramón María del Valle-Inclán.
Luis Manuel Ruiz demuestra en esta novela un excepcional dominio narrativo y del idioma, con descripciones que denotan gran talento e imaginación. A lo largo de dos centenares de páginas se suceden las escenas rocambolescas, las situaciones absurdas, la desventura acelerada, algunas buenas reflexiones filosóficas y un poco de misterio, todo ello aderezado con fino humor. Un atractivo cóctel capaz de hacernos pasar unas horas agradables de ameno entretenimiento. ¿Se puede pedir más?