La invocación del picto
-Texto de contraportada-
Al norte y un poco al oeste del centro del mundo se alzan los Montes Raajniakiri; una cicatriz aserrada que contiene como un dique los páramos de hielo que se difuminan del otro lado en la nada. Allí, tan cerca del cielo que parece como si un tajo descuidado propinado a la luz de las estrellas pudiera rajar el pellejo de la noche, la vida supone una lucha constante; contra las fieras, contra los hombres, contra los dioses, pero sobre todo contra los implacables elementos. Esas tierras esculpen, a partir de la propia roca madre, un linaje muy especial. Hombres duros, taciturnos, pacientes como el liquen que poco a poco va devorando las montañas, pero al mismo tiempo de emociones explosivas una vez han sido despertadas.
En retrospectiva, se antoja evidente que aquel debía ser uno de los focos del incendio destinado a arrasar el mundo. Durante centurias, los iniciados habían propuesto y discutido candidatos: Rigale, Almadur, Tsempao… Confundieron la meta con el origen. Les cegó el orgullo. Tenían en demasiada estima los dudosos méritos de la civilización, ese artefacto de fachadas imponentes e interior hueco, erigido bajo el capricho absurdo de alguna especie de locura colectiva y perpetuado por simple hábito.
El orden es una aberración. Ha de ser impuesto al caos por la fuerza. Y resulta ingenuo pensar que su dictadura perdurará por siempre.