Jitanjáfora. Una palabra eufónica que, en realidad, carece de sentido. Así es la magia laica que practican estos excéntricos hechiceros: pura impostura y teatralidad. El mundo como una gran farsa, un espejo deformado de la realidad. Y así es, en cierta forma, esta novela: fuegos de artificio que permiten entrever el terrible vacío de nuestra existencia.
Jitanjáfora
Sergio Parra, escritor socarrón e irreverente, se ha especializado en una narrativa de lo cotidiano donde el absurdo y lo grotesco van íntimamente ligados. Parra huye del camino trillado y cambia de registro prácticamente en cada libro que acomete, ya sea éste una ucronía steampunk («Tanatomanía»), un thriller («Frío») o una obra de fantasía («Jitanjáfora»), dejando siempre constancia de su peculiar estilo pesimista y desopilante, en el que brilla con especial intensidad el retrato de personajes. No obstante, su genio precisa de una cierta extensión para ofrecer lo máximo, por lo que es difícil encontrarle un relato corto cuyo acabado sea completamente satisfactorio.
En «Jitanjáfora», Conrado Marchale, toxicómano en fase de rehabilitación, recibe una carta publicitaria en la que una empresa le invita a participar en un estudio de mercado. Dinero fácil, al menos en apariencia, a cambio de un tiempo que en realidad no sabe cómo emplear. Tras cumplimentar aburridos cuestionarios con otros inadaptados sociales, las altas calificaciones obtenidas (eso le aseguran) le permiten tomar parte en un estudio más elaborado; y así Conrado, junto a una veintena de candidatos entre los que destaca un obeso intelectual de verborrea incontenible llamado Figueredo, sube a un autobús rumbo a las instalaciones secretas de la mencionada empresa. Con ellos compartirá un penoso periodo de adoctrinamiento, tras el cual marchará, por fin, a su destino definitivo: la Escuela de Magia de Salzburgo.
Pero la institución que le ha captado subrepticiamente es muy diferente a como nuestro peculiar protagonista había esperado. Sin apenas tiempo para asimilar su nueva condición, Conrado inicia con el pedante Figueredo un agotador programa académico para aprender los misterios de la magia racional o “laica”; sortilegios que nada tienen que ver con lo sobrenatural sino con alcanzar un “estado activo de conquista de la voluntad”. Saberes pragmáticos no esotéricos impartidos por una cofradía de extravagantes preceptores, con disciplinas tan surrealistas como: Temperación (avanzar en la espiral de conocimiento mágico), Cinesiología (afinar al máximo los movimientos musculares), Mnemótica positiva y negativa (aprender o desaprender), Egocentría (reflejar, disfrazar o provocar emociones), Dacriología (arte del llanto), Dialéctica e Hilos, Pócimas (hechizos y recetas de cocina), Quiromancia y Artes Adivinatorias (adivinación mediante la observación e intuición) o Contramedidas (repeler conjuros).
Día a día, Conrado descubre un universo sorprendente regido por normas a cada cual más estrafalaria. Y, para su sorpresa, se maneja como un hechicero de enorme potencial (su espiral de temperación avanza a un ritmo frenético), por lo que no tarda en llamar la atención de alumnos y preceptores. Pero una magia así y una entidad de esas características debe obedecer a algún propósito, y mientras Conrado se interroga acerca de ello la oportunidad de conocer algo más se la brinda una misión de incógnito en la isla de Corfú, antesala del trofeo Mencorp en el que cada mago ha de poner a prueba los conocimientos adquiridos.
Parra disecciona la realidad con el bisturí de su afilada pluma. Nada ni nadie se salva de su mirada, y el veredicto es siempre el mismo: culpable. Un paisaje humano desolador que a duras penas se salva de la ruina física aunque se esfuerce por realizar acciones de mérito. Pero si por algo destaca «Jitanjáfora» es por el uso de un lenguaje particular; una jerigonza ingeniosa y descacharrante repleta de epítetos insólitos, metáforas caprichosas, imágenes caricaturescas, aforismos y frases lapidarias que tienen como fin desnudar el alma de los protagonistas y provocar la hilaridad en el lector. La caterva de pintorescos personajes que pueblan la novela hacen uso de un discurso ampuloso, estrambótico e impostado, en el que el autor se luce en el manejo del sinónimo esperpéntico. Pero esta grandilocuencia se torna fiasco en no pocas ocasiones, cuando la búsqueda del vocablo más enrevesado trae consigo la elección de una palabra chocante pero incorrecta según el contexto. Sergio debiera vigilar más este aspecto reincidente de su narrativa.
Otro de los aspectos sobresalientes en la novela es la abundancia de disquisiciones de todo tipo, digresiones que por lo general rompen el ritmo de la historia pero aportan un plus de originalidad y una increíble capacidad para la dialéctica. De hecho, terminan convirtiéndose en el principal atractivo del libro, más incluso que las andanzas de los propios personajes. Y aquí empezamos a hablar de las carencias –notables, a mi juicio- de la obra: la irregularidad del estilo, prolijo en descripciones que ralentizan los sobrecargados diálogos; el abuso de la mencionada digresión, que resta cohesión interna a la estructura novelada; el exceso formal, argumental y satírico, que condiciona en gran medida la fluidez narrativa y termina por extenuar al lector; las posibilidades desaprovechadas del entorno; y un largo etcétera.
Por otra parte, el desenlace es demasiado disímil y rupturista para con la presentación y nudo, por lo que no termina de encajar. Es cierto que desde el primer momento se intuye que la Escuela oculta más secretos de lo que aparenta, y a la mente de Conrado afloran recuerdos de una noche plagada de sangre, pero de la invitación a experimentar la realidad cotidiana de una manera intensa se pasa sin solución de continuidad a una oscura trama diabólica que, siendo sinceros, se le hurta al lector y aparece única y exclusivamente reflejada porque lo indica cierto personaje.
Evidentemente, no estamos ante el notable estilista de «Frío», pero sin duda la novela posee valores que la hacen atractiva, y así lo han entendido los lectores a tenor de la excelente acogida que la han dispensado, amén de su nominación a premios como el Ignotus y Xatafi-Cyberdark. Una de las bazas que utiliza Parra para ganarse adeptos es hacer del relato una especie de reverso festivo de la saga de Harry Potter: así, si la Escuela de Magia y Hechicería de Hogwarts se ubica en un antiguo castillo plagado de misterios arcanos, la Escuela de Magia de Salzburgo se esconde en los inmaculados sótanos iluminados por luz de neón de un lujoso palacio vienés; lo que en el niño mago es sorprendente capacidad innata, en el maduro Conrado es espartana disciplina y sacrificio; las asignaturas, sociedades de alumnos, pruebas... todo sufre la esperpéntica transformación de su genio burlón. Incluso existe una versión de “quidditch”: el torneo Mencorp, una suerte de competición por equipos que simula el comportamiento de un cerebro y el sistema nervioso.
Jitanjáfora. Una palabra eufónica que, en realidad, carece de sentido. Así es la magia laica que practican estos excéntricos hechiceros: pura impostura y teatralidad. El mundo como una gran farsa, un espejo deformado de la realidad. Y así es, en cierta forma, esta singular novela: fuegos de artificio que permiten entrever el terrible vacío de nuestra existencia (en palabras del autor: “onanismo mental sin efectos nocivos”). Un monumental sarcasmo que constituye una toma de postura nihilista frente al sinsentido de la vida, acaso marionetas movidas por un aburrido y cínico demiurgo.