«Naturaleza muerta» presenta un mundo completamente arrasado por una plaga apocalíptica. Nos encontramos ante una narración de muy alta intensidad, de un desasosiego progresivo no exento de un sutil humor socarrón, y que transcurre con una naturalidad pasmosa pese a la truculencia de la mayoría de sus escenas. Una novela diferente, más mística que racional, que tiene el valor de plantear un radical “deux ex machina” y es perfectamente trasladable al celuloide con un reducido presupuesto.
Naturaleza muerta
Un mundo devastado por una catástrofe de proporciones bíblicas. Cadáveres animados por una fuerza desconocida que infestan las calles en busca de vivos a quien devorar. Un puñado de supervivientes en un vagón de metro de Madrid rumbo hacia un destino desconocido. Siete personas de muy diferente condición, aterrorizadas, que intentan unir sus precarias fuerzas en aras a sobrevivir. Y cada una de ellas oculta a los demás un doloroso secreto que podría poner en grave riesgo su aceptación por el grupo; son dos inmigrantes argentinos –Gael, un hombre extraordinariamente egoísta, y su esposa, unidos por una malsana relación de maltrato y sumisión-, un sacerdote que se avergüenza de su condición, una adolescente temerosa, un médico psiquiatra, un hombre de aspecto militar, un bebé recién nacido…
No importa la razón última que ha devuelto los muertos a la vida –un virus mutante, un ataque terrorista, una enfermedad de origen desconocido-, lo cierto es que por las calles de todo el mundo vagan legiones de muertos vivientes impelidos por una energía que parece no afectar a animales ni plantas y contra la que los vivos ya nada pueden hacer. No obstante, por alguna extraña coincidencia del destino, estos siete supervivientes encuentran en un vagón adjunto lo que podría ser la fuente originaria del mal: un libro maldito y aparentemente indestructible, que guarda en su interior secretos prohibidos mantenidos al resguardo de miradas indiscretas durante miles de años.
¿Cuál ha sido la causa que ha provocado el holocausto? ¿Quién maneja el tren y a donde los conduce? ¿Qué nuevos horrores hallarán a su paso? ¿Existe alguna posibilidad real de supervivencia? ¿Hay una lógica demencial que ha influido en la selección de los supervivientes? ¿Qué parecen buscar los zombis cuando miran hacia el cielo? ¿Por qué un agresivo manto vegetal está cubriendo la Tierra de forma vertiginosa? La respuesta a todos estos interrogantes se resuelve en un clímax desolador para el que ninguna persona podrá estar nunca preparada. Una historia macabra de supervivencia en la que un puñado de personas debe no sólo encarar la posibilidad real de extinción de la especie humana sino enfrentarse a su propio y oscuro pasado.
«Naturaleza muerta» presenta un mundo completamente arrasado por una plaga apocalíptica en el que, más allá de la brillante descripción de los estados mentales y emociones externas de los personajes –pánico, horror, angustia, dolor, odio, fortaleza, ternura-, prima la ambientación, el escenario; en definitiva, la atmósfera: el dédalo de pasillos subterráneos y mal iluminados de un hospital psiquiátrico, el derruido metro madrileño, paisajes lóbregos, estrechos, repletos de tuberías que exudan humedad y en los que dominan las sombras y los ruidos extraños. Nos encontramos ante una narración de muy alta intensidad, de un desasosiego progresivo no exento de un sutil humor socarrón, y que transcurre con una naturalidad pasmosa pese a la truculencia de la mayoría de sus escenas. Una naturalidad insólita que permite ir desgranado página tras página del libro al tiempo que dejamos que nos envuelva el misterio en su cálida atmósfera de horror.
Conde redacta un texto que exuda un realismo crudo, descarnado, sucio e inmisericorde, que pone de relieve un paisanaje urbano que nos retrata como sociedad alienada y alienante. Abundan por ello las metáforas y símiles que describen el estado de degradación física y moral de los personajes, los momentos de introspección que evidencian su controvertido carácter, los interludios que narran los vericuetos de sus azarosas vidas y que les han conducido, en una continua huida hacia delante, hasta este preciso momento. Resulta muy difícil emplear mimbres tan escasos y conformar una apreciable novela sin caer en la repetición, la hipérbole o la moralina, pero el autor sin duda lo consigue.
Pero esa realidad inclemente va tornándose más y más retorcida, irreal, onírica, y las alucinaciones, la locura y la paranoia terminan por hacer acto de presencia y causar todo tipo de estragos. Comienza entonces el abandono del discurso racional y su progresiva sustitución por el recurso a lo sobrenatural, algo que puede no ser plato para todos los gustos. Por otra parte, si bien es cierto que el estilo visual e imaginativo de Conde logra atrapar la atención del lector desde el primer momento, los reiterados golpes de efecto pueden saturar la suspensión de la incredulidad, más si cabe cuando en el camino quema naves tan bien trabajadas como el personaje del interno José Marinero. Además, la novedosa estructura en capítulos descendentes -del cien al cero- pierde fuerza paulatinamente para transformarse en una ordinaria narración lineal y la fórmula imperativa con que comienza y finaliza el primer capítulo, “Dejad que os hable del hambre”, se queda finalmente en agua de borrajas (¿quién es el misterioso narrador, por qué no se continúa esta línea del discurso?). La novela adquiere, por tanto, una pátina de obra a falta de una última revisión, que corrija algunos aspectos faltos -en mi opinión- de la necesaria coherencia interna.
Teóricas mejoras al margen, no cabe duda de que Víctor Conde se erige en la actualidad como un valor consolidado de la literatura fantástica española. Ha mejorado notablemente como narrador, posee un estilo sólido y atractivo, buen nivel de castellano y una capacidad innata para el cambio de registro: la aventura espacial popular en «Piscis de Zhintra», el juvenil en «El dragón estelar», la ciencia ficción de futuro lejano y corte metafísico en «Mystes» o El Tercer Nombre del Emperador, la fantasía oscura en «El teatro secreto», la ciencia ficción dura y la fantasía onírica en buena parte de su producción breve… Obras que cuentan siempre con un argumento fantástico, ya sea éste de ciencia ficción o fantasía, aunque ciertamente faltaba la novela de terror.
En esta ocasión el escritor canario logra articular un argumento pleno de emoción mediante la dosificación inteligente de la información y el encadenamiento de continuos sobresaltos, sin escatimar un ápice de hemoglobina ni truculencia, en una especie de circo de la carne que recuerda poderosamente a las visiones macabras de Clive Barker: una muerta viviente que da a luz un bebé de su desgarrado vientre, un vagón de zombis destazados y colgados de ganchos de carnicero cuyas cabezas y miembros aún se mueven a su preternatural y agónica manera, y un muy largo etcétera. Zombis que, naturalmente, tienen mucho más que ver con la moderna visión del miedo ciego a la plaga de, por ejemplo, «28 días después» y «28 semanas después», que con los tradicionales muertos vivientes de George A. Romero, aunque a decir verdad posean particularidades como su aversión por los lugares profundos y oscuros, o su atracción celestial.
Una novela diferente, más mística que racional, que tiene el valor de plantear un radical “deux ex machina” y es perfectamente trasladable al celuloide con un reducido presupuesto. Mención aparte merece la edición: un libro algo más reducido de lo habitual en rústica, pero muy flexible y cómodo de leer, con una original composición de textos y una excelente calidad de papel; una novela que se adscribe a la serie de temática zombi que publica la «editorial Dolmen» y a la actual moda de narrativa Z.