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Para aprender, si la suerte nos sonríe

Valoración en breve:

 

Chambers ofrece al lector la perspectiva de un cosmos bello y rebosante de vida, en diferentes formas y estadios de desarrollo, pero en modo alguno circunscrito en exclusiva a nuestro planeta. Con ello pretende romper nuestra limitada visión antropocéntrica del universo, de que habitamos un oasis en un desierto galáctico.

 

De esta manera nos traslada el sentido de la maravilla tan propio de la ciencia ficción, obviando farragosas descripciones de complejos artefactos de ingeniería o de mundos alienígenas dominados por exóticas leyes de la física, tan habituales en el género. En estas páginas, la fascinación y el asombro provienen de las infinitas posibilidades que nos brinda la biología

Para aprender, si la suerte nos sonríe

-Argumento-


Ariadne O’Neill es una ingeniera de vuelo que lidera un pequeño equipo de astronautas que explora un sistema planetario a quince años luz del Sol. Para su adaptación a las condiciones de habitabilidad de esos lejanos mundos, en ocasiones extremas, emplean revolucionarios suplementos biológicos que les proporciona la ciencia más avanzada.

 

Sin embargo, tras varios años de misión recibiendo instrucciones con un largo desfase temporal y noticias que cada vez les interesan menos, las transmisiones desde la base de operaciones cesan abruptamente. Son conscientes de que las cosas no iban bien en la Tierra: guerras, hambre, graves dificultades financieras para sufragar las expediciones exteriores… aunque sospechan que el silencio podría deberse a algún problema mucho más grave –quizá una gran erupción solar capaz de destruir toda la infraestructura tecnológica terrestre–. Por ello lanza un emotivo y desesperado mensaje en el que relata sus fascinantes hallazgos a una humanidad que, quizá, se haya olvidado de ellos.


 

 

 

-Valoración-


Becky Chambers, la aclamada autora de la saga de La Peregrina –compuesta por las novelas El largo viaje a un planeta iracundo, Una órbita cerrada y compartida y dos títulos más inéditos en español, premio Hugo de mejor serie en 2019– y de las novelas cortas de Monje y Robot, amplía su universo de ficción con esta apreciable novela breve que complementa su optimista visión del futuro de la humanidad, pese a los graves problemas que evidentemente la aquejan. Un libro que resultó, además, finalista de los premios Hugo y Locus en 2020.

 

Editado de nuevo por el sello Crononauta y con traducción de Pilar Ramírez Tello, la portada de Sara H. Randt hace referencia a la condición de cambio continuo que encontramos en esta historia, de que la vida es una adaptación constante a las circunstancias y no podemos volver atrás porque intentar revivir el pasado ya no sería lo mismo.

 

Chambers ofrece al lector la perspectiva de un cosmos bello y rebosante de vida, en diferentes formas y estadios de desarrollo, pero en modo alguno circunscrito en exclusiva a nuestro planeta. Con ello pretende romper nuestra limitada visión antropocéntrica del universo, de que habitamos un oasis en un desierto galáctico. De esta manera nos traslada el sentido de la maravilla tan propio de la ciencia ficción, obviando farragosas descripciones de complejos artefactos de ingeniería o de mundos alienígenas dominados por exóticas leyes de la física, tan habituales en el género. En estas páginas, la fascinación y el asombro provienen de las infinitas posibilidades que nos brinda la biología.

 

Otro de los puntos fuertes de la novela son los procesos a los que se someten los astronautas para poder realizar viajes al espacio profundo y/o adaptarse a cada uno de los cuatro ecosistemas que visitan. La somaformación permite suministrar parches con suplementos genéticos que evitan que las células muten a cancerosas debido a la influencia de los rayos cósmicos, un anticongelante para la sangre capaz de superar las temperaturas extremas del vacío, una piel que absorbe la radiación y la transforma en alimento y energía, etc. Procesos biológicos, en teoría, mucho más sencillos que pensar en una costosa terraformación.

 

Lo anterior da pie a mostrar un cambio de paradigma en la exploración espacial; al menos, en una parte significativa de esa futura humanidad, aquella que sufragó la expedición con donaciones privadas a una ONG. Porque la misión de Ariadne consiste en observar y no en colonizar, causando el menor impacto posible y sin interferir sobre las formas de vida nativas –realizar una simple disección de un espécimen les parece un acto bárbaro y prefieren optar siempre por métodos indirectos, generalmente igual de efectivos–. Estos astronautas se sienten exploradores movidos por el ansia de conocimiento, en modo alguno invasores ahítos de explotar riquezas ajenas, y de hecho los trajes de superficie que emplean son más para evitar exponer al medio ambiente posibles bacterias tóxicas que por su propia protección. Un cambio radical de mentalidad opuesto al tradicional enfoque colonizador, una idea quizá demasiado ingenua o utópica para ser realizable en nuestros días, pero que planta la semilla acerca de una exploración más ética del espacio.

 

La novela posee un inequívoco toque Chambers, con un vasto escenario en donde se desarrolla la acción, una sencilla trama especulativa, un estilo narrativo muy fluido, un protagonismo coral, personajes voluntariosos con los que resulta fácil empatizar y alguna subtrama amorosa, generalmente no heteronormativa. La autora propone, de nuevo, el microcosmos de una nave espacial para conformar una pequeña comunidad interdependiente y bien avenida, el equivalente a una familia de elección, en el que cada miembro aporta su propia sensibilidad, habilidades, preferencias y problemas, y donde siempre hay alguien dispuesto a consolar y echar una mano en los peores momentos.

 

En el texto encontramos pasajes de gran belleza, detalles acerca de cómo sería hacer ciencia en un exoplaneta, especulación sobre posibles formas de vida que han seguido caminos evolutivos ciertamente exóticos y cuya comparación con criaturas terrestres resulta absolutamente fascinante; maravillas que sirven de preámbulo a la eterna pregunta que repite Ariadne al final del libro: ¿es suficiente nuestro afán de conocimiento para justificar por sí solo la enorme inversión en recursos humanos y materiales necesaria para llevar a cabo la exploración del universo o la investigación debe supeditarse siempre a una función práctica? Algunos soñadores tenemos muy clara la respuesta.


 

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